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    Con él conocí otra forma de vida. Aprendí a ser una persona independiente de mi madre, a convivir con un hombre y a tener una criada. A intentar complacerle en cada momento y a no tener más objetivo que hacerle feliz. Y conocí también otro Madrid: el de los locales sofisticados y los sitios de moda; el de los espectáculos, los restaurantes y la vida nocturna. Los cócteles en Negresco, la Granja del Henar, Bakanik. Las películas de estreno en el Real Cinema con órgano orquestal, Mary Pickford en la pantalla, Ramiro metiendo bombones en mi boca y yo rozando con mis labios la punta de sus dedos, a punto de derretirme de amor. Carmen Amaya en el teatro Fontalba, Raquel Meller en el Maravillas. Flamenco en Villa Rosa, el cabaret del Palacio del Hielo. Un Madrid hirviente y bullicioso, por el que Ramiro y yo transitábamos como si no hubiera un ayer ni un mañana. Como si tuviéramos que consumir el mundo entero a cada instante por si acaso el futuro nunca quisiera llegar.
    ¿Qué tenía Ramiro, qué me dio para poner mi vida patas arriba en apenas un par de semanas? Aún hoy, tantos años después, puedo componer con los ojos cerrados un catálogo de todo lo que de él me sedujo, y estoy convencida de que si cien veces hubiera nacido, cien veces habría vuelto a enamorarme como entonces lo hice. Ramiro Arribas, irresistible, mundano, guapo a rabiar. Con su pelo castaño repeinado hacia atrás, su porte deslumbrante de puro varonil, irradiando optimismo y seguridad las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Ocurrente y sensual, indiferente a la acritud política de aquellos tiempos, como si su reino no fuera de este mundo. Amigo de unos y otros sin tomar nunca en serio a ninguno, constructor de planes soberbios, siempre con la palabra justa, el gesto exacto para cada momento. Dinámico, espléndido, contrario al acomodamiento. Hoy gerente de una firma italiana de máquinas de escribir, ayer representante de automóviles alemanes; anteayer qué más daba y el mes que viene sabría Dios.
    ¿Qué vio Ramiro en mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo. Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre en el vaivén tumultuoso de su existir.
    Me instalé desde el principio con él en su piso masculino junto a la plaza de las Salesas. Apenas llevé nada conmigo, como si mi vida empezara de nuevo; como si yo fuera otra y hubiera vuelto a nacer. Mi corazón arrebatado y un par de cosas que ponerme encima fueron las únicas pertenencias que trasladé a su domicilio. De vez en cuando volvía a visitar a mi madre; por aquel entonces ella cosía en casa por encargo, muy poca cosa con la que obtenía apenas lo justo para poder sobrevivir. No apreciaba a Ramiro, desaprobaba su forma de actuar conmigo. Le acusaba de haberme arrastrado de una manera impulsiva, de utilizar su edad y posición para embaucarme, de forzarme a prescindir de todos mis anclajes. No le gustaba que viviera con él sin casarme, que hubiera dejado a Ignacio y ya no fuera la misma de siempre. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí convencerla de que no era él quien me presionaba para actuar así; de que era el simple amor incontenible lo que me llevaba a ello. Nuestras discusiones eran cada día más duras: nos cruzábamos reproches atroces y nos arañábamos una a otra las entrañas. A cada envite suyo replicaba yo con un desplante, a cada reprobación con un desprecio aún más feroz. Raro fue el encuentro que no acabó con lágrimas, gritos y portazos, y las visitas se hicieron cada vez más breves, más distanciadas. Y mi madre y yo, cada día más ajenas.
    Hasta que llegó por su parte un acercamiento. Tan sólo lo provocó en calidad de persona interpuesta, cierto, pero aquel gesto suyo -cómo podríamos haberlo previsto- derivó en nuevo giro en el rumbo de nuestros caminos. Apareció un día en casa de Ramiro, era media mañana. Él ya no estaba y yo seguía durmiendo. Habíamos salido la noche anterior, vimos a Margarita Xirgú en el teatro de la Comedia, fuimos después a Le Cock. Debían de ser casi las cuatro de la mañana cuando nos acostamos, yo exhausta, tanto que ni tuve fuerzas para limpiarme el maquillaje que en los últimos tiempos usaba. Entre sueños oí marchar a Ramiro sobre las diez, entre sueños oí llegar a Prudencia, la muchacha de servicio que se encargaba de poner orden en nuestro desbarajuste doméstico. Entre sueños la oí salir a por la leche y el pan y entre sueños oí poco después que llamaban a la puerta. Primero suavemente, después con rotundidad. Creí que Prudencia había vuelto a dejarse la llave, ya lo había hecho otras veces. Me levanté aturullada y con humor pésimo acudí al reclamo insistente de la puerta gritando ¡ya voy! Ni siquiera me molesté en ponerme algo encima: la torpe de Prudencia no merecía el esfuerzo. Abrí adormilada y no encontré a Prudencia, sino a mi madre. No supe qué decir. Ella tampoco, en principio. Se limitó a mirarme de arriba abajo, deteniendo su atención sucesivamente en mi pelo revuelto, en los trazos negros de máscara de pestañas corrida bajo los ojos, en los restos de carmín alrededor de la boca y en el camisón procaz que dejaba a la vista más carne desnuda de la que su sentido de la decencia podía admitir. No fui capaz de aguantarle la mirada, no pude hacerle frente. Tal vez porque aún estaba demasiado aturdida por el trasnoche. Tal vez porque la serena severidad de su actitud me dejó desarmada.
    -Pasa, no te quedes en la puerta -dije intentando disimular el desconcierto que su llegada imprevista me había causado.
    -No, no quiero entrar, voy con prisa. Tan sólo me he acercado para darte un recado.
    La situación era tan tensa y extravagante que jamás habría podido creer que pudiera ser cierta de no haberla vivido aquella mañana en primera persona. Mi madre y yo, que tanto habíamos compartido y tan iguales éramos en muchas cosas, parecíamos habernos convertido de pronto en dos extrañas que recelaban una de otra como perras callejeras midiéndose suspicaces en la distancia.
    Permaneció frente a la puerta, seria, erguida, peinada con un moño tirante en el que empezaban a vislumbrarse las primeras hebras grises. Digna y alta, sus cejas angulosas enmarcando la reprobación de su mirada. Elegante en cierto modo a pesar de la sencillez de su indumentaria. Cuando por fin acabó de examinarme a conciencia, habló. Sin embargo, y pese a lo que yo temía, sus palabras no tuvieron la intención de criticarme.
    -Vengo a traerte un mensaje. Una petición que no es mía. Puedes aceptarla o no, tú verás. Pero yo creo que deberías decir que sí. Piénsatelo; más vale tarde que nunca.
    No llegó a cruzar el umbral y la visita duró apenas un minuto más: el que necesitó para darme una dirección, una hora de aquella misma tarde y la espalda sin el menor ceremonial de despedida. Me extrañó no recibir algo más en el lote, pero no tuve que esperar demasiado para que me lo hiciera llegar. Apenas lo que tardó en empezar a bajar la escalera.
    -Y lávate esa cara, péinate y ponte algo encima, que pareces una fulana.
    Compartí con Ramiro mi estupor a la hora de la comida. No veía sentido a aquello, desconocía qué podría haber tras un encargo tan inesperado, desconfiaba. Le supliqué que me acompañara. ¿Adónde? A conocer a mi padre. ¿Por qué? Porque él así lo había pedido. ¿Para qué? Ni en diez años de cavilaciones habría logrado yo anticipar la más remota de las causas.
    Había quedado en reunirme con mi madre a primera hora de la tarde en la dirección fijada: Hermosilla 19. Muy buena calle, muy buena finca; una como tantas aquellas que en otros tiempos visité cargando prendas recién cosidas. Me había esmerado en componer mi apariencia para el encuentro: había elegido un vestido de lana azul, un abrigo a juego y un pequeño sombrero con tres plumas ladeado con gracia sobre la oreja izquierda. Todo lo había pagado Ramiro, naturalmente: eran las primeras prendas que tocaban mi cuerpo y que no había cosido mi madre o yo misma. Llevaba zapatos de tacón alto y el pelo suelto sobre la espalda; apenas me maquillé, no quería reproches esa tarde. Me miré en el espejo antes de salir. De cuerpo entero. La imagen de Ramiro se reflejaba detrás de mí, sonriendo, admirando con las manos en los bolsillos.
    -Estás fantástica. Le vas a dejar impresionado.
    Intenté sonreír agradecida por el comentario, pero no lo logré del todo. Estaba hermosa, cierto; hermosa y distinta, como una persona ajena a la que había sido tan sólo unos meses atrás. Hermosa, distinta y asustada como un ratón, muerta de miedo, lamentando haber aceptado aquella petición insólita. Por la mirada de mi madre al llegar, deduje que el hecho de que Ramiro apareciera a mi lado no le resultaba en absoluto grato. Al entrever nuestra intención de entrar juntos, atajó sin miramientos.
    -Esto es un asunto de familia; si no le importa, usted se queda aquí.
    Y sin pararse a recibir respuesta, se giró y atravesó el portón imponente de hierro negro y cristal. Yo habría querido que él estuviera a mi lado, necesitaba su apoyo y su fuerza, pero no me atreví a encararla. Me limité a susurrar a Ramiro que era mejor que se marchara y la seguí.
    -Venimos a ver al señor Alvarado. Nos espera -anunció al portero. Asintió éste y sin mediar palabra se dispuso a acompañarnos hasta el ascensor.
    -No hace falta, gracias.
    Recorrimos el amplio portal y empezamos a subir la escalera, mi madre delante con paso firme, sin rozar apenas la madera pulida del pasamanos, embutida en un traje de chaqueta que no le conocía. Yo detrás, acobardada, agarrándome a la baranda como a un salvavidas en una noche de tempestad. Las dos mudas cual tumbas. Los pensamientos se me acumulaban en la cabeza a medida que ascendíamos uno a uno los escalones. Primer rellano. Por qué se desenvolvía mi madre con tanta familiaridad en aquel lugar ajeno. Entreplanta. Cómo sería el hombre al que íbamos a ver, por qué ese repentino empeño en conocerme después de tantos años. Principal. El resto de los pensamientos quedaron agolpados en el limbo de mi mente: no había tiempo para ellos, habíamos llegado. Gran puerta a la derecha, el dedo de mi madre sobre el timbre apretando seguro, sin la menor señal de intimidación. Puerta abierta con inmediatez, criada veterana y encogida dentro de un uniforme negro y cofia impoluta.
    -Buenas tardes, Servanda. Venimos a ver al señor. Supongo que estará en la biblioteca.
    La boca de Servanda quedó entreabierta con el saludo colgando, como si hubiera recibido la visita de un par de espectros. Cuando consiguió reaccionar y parecía que por fin iba a ser capaz de decir algo, una voz sin rostro se superpuso a la suya. Voz de hombre, ronca, fuerte, desde el fondo.
    -Que pasen.
    La criada se hizo a un lado, aún presa de un nervioso desconcierto. No necesitó indicarnos el camino: mi madre parecía conocerlo de sobra. Avanzamos por un pasillo amplio, evitando salones con paredes enteladas, tapices y retratos de familia. Al llegar a una puerta doble, abierta a la izquierda, mi madre giró hacia ella. Percibimos entonces la figura de un hombre grande esperándonos en el centro de la estancia. Y otra vez la voz potente.
    -Adelante.
    Despacho grande para el hombre grande. Escritorio grande cubierto de papeles, librería grande llena de libros, hombre grande mirándome, primero a los ojos, después hacia abajo, otra vez hacia arriba. Descubriéndome. Tragó saliva él, tragué saliva yo. Dio unos pasos hacia nosotras, posó su mano en mi brazo y me apretó sin forzar, como queriendo cerciorarse de que en verdad existía. Sonrió levemente con un lado de la boca, como con un poso de melancolía.
    -Eres igual que tu madre hace veinticinco años.
    Retuvo su mirada en la mía mientras me presionaba un segundo, dos, tres, diez. Después, aún sin soltarme, desvió la vista y la concentró en mi madre. Volvió a su rostro la débil sonrisa amarga.
    -Cuánto tiempo, Dolores.
    No contestó, tampoco esquivó sus ojos. Despegó entonces él su mano de mi brazo y la extendió en dirección a ella; no parecía buscar un saludo, sólo un contacto, un roce, como si esperara que sus dedos le salieran al encuentro. Pero ella se mantuvo inmóvil, sin responder al reclamo, hasta que él pareció despertar del encantamiento, carraspeó y, en un tono tan atento como forzadamente neutro, nos ofreció asiento.
    En vez de dirigirse a la gran mesa de trabajo donde se acumulaban los papeles, nos invitó a acercarnos a otro ángulo de la biblioteca. Se acomodó mi madre en un sillón y él enfrente. Y yo sola en un sofá, en medio, entre ambos. Tensos, incómodos los tres. Él se entretuvo en encender un habano. Ella se mantenía erguida, con las rodillas juntas y la espalda recta. Yo, mientras tanto, arañaba con el dedo índice la tapicería de damasco color vino del sofá con la atención concentrada en la labor, como si quisiera hacer un agujero en la urdimbre del tejido y escapar por él como una lagartija. El ambiente se llenó de humo y volvió el carraspeo como anticipando una intervención, pero antes de que ésta pudiera ser vertida al aire, mi madre tomó la palabra. Se dirigía a mí, pero sus ojos se concentraban en él. Su voz me obligó a levantar por fin la vista hacia los dos.
    -Bueno, Sira, éste es tu padre, por fin le conoces. Se llama Gonzalo Alvarado, es ingeniero, dueño de una fundición y ha vivido en esta casa desde siempre. Antes era el hijo y ahora el señor, cómo pasa la vida. Hace mucho tiempo yo venía aquí a coser para su madre, nos conocimos entonces y, en fin, tres años después naciste tú. No imagines un folletín en el que el señorito sin escrúpulos engaña a la pobre modistilla ni nada por el estilo. Cuando empezó nuestra relación, yo tenía veintidós años y él, veinticuatro: los dos sabíamos perfectamente quiénes éramos, dónde estábamos y a qué nos enfrentábamos. No hubo engaño por su parte ni más ilusiones que las justas por la mía. Fue una relación que terminó porque no podía llegar a ningún sitio; porque nunca tendría que haber empezado. Yo fui quien decidió acabar con ella, no fue él quien nos abandonó a ti y a mí. Y he sido yo la que siempre se ha empeñado en que no tuvierais ningún contacto. Tu padre intentó no perdernos, con insistencia al principio; después, poco a poco, fue haciéndose a la situación. Se casó y tuvo otros hijos, dos varones. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, hasta que anteayer recibí un recado suyo. No me ha dicho por qué quiere conocerte a estas alturas, ahora lo sabremos.
    Mientras ella hablaba, él la contemplaba con atención, con serio aprecio. Cuando calló, esperó unos segundos antes de tomar el relevo. Como si estuviera pensando, midiendo sus palabras para que estas expresaran con exactitud lo que quería decir. Aproveché esos momentos para observarle y lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que jamás podría haberme figurado un padre así. Yo era morena, mi madre era morena, y en las muy escasas evocaciones imaginarias que en mi vida hubiera podido tener de mi progenitor, siempre lo había pintado como nosotras, uno más, con la tez tostada, el pelo oscuro y el cuerpo ligero. Siempre, también, había asociado la figura de un padre con las estampas de la gente de mi entorno: nuestro vecino Norberto, los padres de mis amigas, los hombres que llenaban las tabernas y las calles de mi barrio. Padres normales de gente normal: empleados de correos, dependientes, oficinistas, camareros de cafés o dueños como mucho de un estanco, una mercería o un puesto de hortalizas en el mercado de la
    Cebada. Los señores que veía en mis idas y venidas por las calles prósperas de Madrid al repartir los encargos del taller de doña Manuela eran para mí como seres de otro mundo, entes de otra especie que en absoluto encajaban en el molde que en mi mente existía para la categoría de presencia paterna. Delante, sin embargo, tenía a uno de aquellos ejemplares. Un hombre aún apuesto a pesar de su corpulencia un tanto excesiva, con pelo ya canoso que en su día debió de haber sido claro y ojos color miel algo enrojecidos, vestido de gris oscuro, propietario de un gran hogar y una familia ausente. Un padre distinto a los demás padres que por fin arrancó a hablar, dirigiéndose a mi madre y a mí alternativamente, a veces a las dos, a veces a ninguna.
    -Vamos a ver, esto no es fácil -dijo a modo de anuncio.
    Inhalación profunda, calada al puro, humo fuera. Vista alzada, a mis ojos por fin. A los de mi madre, luego. A los míos otra vez. Y entonces recuperó la palabra, y ya apenas se detuvo en un rato tan largo e intenso que cuando me quise dar cuenta nos habíamos quedado casi a oscuras, nuestros cuerpos se habían convertido en sombras y por toda luz sólo nos acompañaba el reflejo alejado y débil de una lámpara de tulipa verde sobre el escritorio.
    -Os he buscado porque me temo que cualquier día de éstos me van a matar. O voy a acabar yo matando a alguien y me van a encarcelar, que será como una muerte en vida, lo mismo da. La situación política está a punto de reventar y, cuando lo haga, sólo Dios sabe qué va a ser de todos nosotros.
    Miré de reojo a mi madre en busca de alguna reacción, pero su rostro no transmitía el más mínimo gesto de inquietud: como si en vez del presagio de una muerte inminente, le hubieran anunciado la hora o el pronóstico de un día nublado. Él, entretanto, prosiguió desmenuzando premoniciones y exudando chorros de amargura.
    -Y como sé que tengo los días contados, me he puesto a hacer el inventario de mi vida y ¿qué es lo que he descubierto que poseo entre mis haberes? Dinero, sí. Propiedades, también. Y una empresa con doscientos trabajadores en la que me he dejado la piel durante tres décadas y en la que el día que no me organizan una huelga, me humillan y me escupen a la cara. Y una mujer que en cuanto vio que quemaban un par de iglesias se marchó con su madre y sus hermanas a rezar rosarios a San Juan de Luz. Y dos hijos a quienes no entiendo, un par de vagos que se han vuelto unos fanáticos y se pasan el día pegando tiros por los tejados y adorando al iluminado del hijo de Primo de Rivera, que tiene el seso sorbido a todos los señoritos de Madrid con sus majaderías románticas de reafirmación del espíritu nacional. A la fundición me los llevaba yo a todos ellos, a trabajar doce horas diarias, a ver si el espíritu nacional se les recomponía a golpe de yunque y martillo.
    »El mundo ha cambiado mucho, Dolores, ¿no lo ves tú? Los obreros ya no se conforman con ir a la verbena de San Cayetano y a los toros de Carabanchel como canta la zarzuela. Ahora cambian la burra por la bicicleta, se afilian a un sindicato y, a la primera que se les retuerce el colmillo, amenazan al patrón con meterle un tiro entre las cejas. Probablemente no les falte razón, que llevar una vida llena de carencias y trabajar de sol a sol desde que le salen a uno los dientes no es del gusto de nadie. Pero aquí hace falta mucho más que eso: con levantar el puño, odiar al que tienen por encima y cantar van a arreglar poco; a ritmo de himnos no se cambia un país. Razones para rebelarse, desde luego, tienen de sobra, que aquí hay hambre de siglos y mucha injusticia también, pero eso no se arregla mordiendo la mano de quien te da de comer. Para La Internacional eso, para modernizar este país, necesitaríamos emprendedores valientes y trabajadores cualificados, una educación en condiciones, y gobiernos serios que duraran en su puesto lo suficiente. Pero aquí todo es un desastre, cada uno va a lo suyo y nadie se ocupa de trabajar en serio para acabar con tanta sinrazón. Los políticos, de un lado y del otro, se pasan el día perdidos en sus diatribas y sus filigranas oratorias en el Parlamento. El rey bien está donde está; mucho antes tendría que haberse marchado. Los socialistas, los anarquistas y los comunistas pelean por los suyos como tiene que ser, pero deberían hacerlo con sensatez y orden, sin rencores ni ánimos desatados. Los pudientes y los monárquicos, entretanto, van escapando acobardados al extranjero. Y entre unos y otros, al final vamos a conseguir que cualquier día se acaben levantando los militares, nos monten un estado cuartelero, y entonces sí que lo vamos a lamentar. O nos metemos en una guerra civil, nos liamos a tiros unos contra otros, y terminamos matándonos entre hermanos.
    Hablaba rotundo, sin pausa. Hasta que de pronto pareció descender a la realidad y apreciar que tanto mi madre como yo, a pesar de mantener intacta la compostura, permanecíamos totalmente desconcertadas, sin saber adónde quería llegar con su alegato descorazonador ni qué teníamos que ver nosotras en aquella cruda vomitona verbal.
    -Perdonad que os cuente todas estas cosas de una manera tan impulsiva, pero llevo mucho tiempo pensando sobre ello y creo que ha llegado el momento de empezar a actuar. Este país se hunde. Esto es una locura, un sinsentido y a mí, como os he dicho, cualquier día de éstos me van a matar. Las tornas del mundo están cambiando y cuesta ajustarse a ellas. Me he pasado más de treinta años trabajando como un animal, desvelándome por mi negocio e intentando cumplir con mi deber. Pero, o los tiempos no me vienen de cara, o en algo serio he debido de equivocarme porque, al final, todo me ha dado la espalda y la vida parece escupirme de pronto su venganza. Mis hijos se me han ido de las manos, mi mujer me ha abandonado y el día a día en mi empresa se ha convertido en un infierno. Me he quedado solo, no encuentro apoyo en nadie, y estoy convencido de que la situación ya sólo puede ir a peor. Por eso estoy preparándome, ordenando mis asuntos, los papeles, las cuentas. Disponiendo mis últimas voluntades e intentando que todo quede organizado por si acaso un día no vuelvo. Y, a la par que en los negocios, también estoy poniendo orden en mis recuerdos y en mis sentimientos, que alguno me queda aunque sean escasos. Cuanto más negro lo veo todo a mi alrededor, más escarbo entre mis afectos y rescato la memoria de lo bueno que la vida me ha dado; y ahora que se agotan mis días, he caído en la cuenta de que una de las pocas cosas que realmente ha valido la pena, ¿sabes qué es, Dolores? Tú. Tú y esta hija nuestra que es tu viva estampa en los años que estuvimos juntos. Por eso he querido veros.
    Gonzalo Alvarado, ese padre mío que al fin tenía rostro y nombre, hablaba ya con más tranquilidad. A mitad de su intervención empezó a vislumbrarse como el hombre que debería ser todos los días que no eran aquél: seguro de sí mismo, contundente en sus gestos y palabras, acostumbrado a mandar y a llevar la razón. Le había costado trabajo arrancar; no debía de resultar grato encararse a un amor perdido y una hija desconocida tras un cuarto de siglo de ausencia. Pero en aquel momento del encuentro se hallaba ya del todo aposentado en el aplomo, dueño y señor de la situación. Firme en su discurso, sincero y descarnado como sólo puede serlo quien ya nada tiene que perder.
    -¿Sabes una cosa, Sira? Yo quise de verdad a tu madre; la quise mucho, muchísimo, y ojalá todo hubiera sido de otra manera para haberla podido tener siempre a mi lado. Pero, lamentablemente, no fue así.
    Se desprendió de mi mirada y volvió la vista hacia ella. Hacia sus grandes ojos color avellana hartos de coser. Hacia su hermosa madurez sin afeites ni aderezos.
    -Luché poco por ti, ¿verdad, Dolores? Fui incapaz de hacer frente a los míos y no estuve a la altura contigo. Después, ya lo sabes: me acomodé a la vida que se esperaba de mí, me acostumbré a otra mujer y otra familia.
    Mi madre escuchaba en silencio, impasible en apariencia. No sabría decir si estaba ocultando sus emociones o si aquellas palabras tampoco le provocaban ni frío ni calor. Se mantenía, sin más, hierática en su postura; indescifrables sus pensamientos, erguida dentro del traje de confección excelente que yo nunca le había visto, seguramente hecho con cualquier recorte sobrante de otra mujer con más telas y más suerte que ella en la vida. Él, lejos de frenarse ante su pasividad, continuó hablando.
    -No sé si me creeréis o no, pero lo cierto es que, ahora que veo que me llega el final, lamento de corazón que hayan pasado tantos años sin ocuparme de vosotras y sin haber llegado siquiera a conocerte, Sira. Debería haber insistido más, no haber cejado en mi empeño por manteneros cercanas, pero las cosas eran como eran y tú, demasiado digna, Dolores: no ibas a consentir que os dedicara sólo las migajas de mi vida. Si no podía ser todo, entonces no sería nada. Tu madre es muy dura, muchacha, muy dura y muy firme. Y yo, probablemente, fui un débil y un cretino, pero, en fin, no es momento ya de lamentaciones.
    Guardó silencio unos segundos, pensando, sin mirarnos. Después tomó aire por la nariz, lo expelió con fuerza y cambió de postura: despegó la espalda del respaldo del sillón y echó el cuerpo hacia delante, como queriendo ser más directo, como si ya se hubiera decidido a abordar de pleno lo que se suponía que tenía que decirnos. Parecía finalmente dispuesto a descolgarse de la amarga nostalgia que lo mantenía sobrevolando por encima del pasado, listo ya para centrarse en las demandas terrenales del presente.
    -No quiero entreteneros más de la cuenta con mis melancolías, disculpadme. Vamos a centrarnos. Os he llamado para transmitiros mis últimas voluntades. Y os pido a las dos que me entendáis bien y no interpretéis esto de forma equivocada. Mi intención no es compensaros por los años que no os he dedicado, ni demostraros con prebendas mi arrepentimiento, ni mucho menos intentar comprar vuestra estima a estas alturas. Lo único que yo quiero es dejar bien amarrados los cabos que legítimamente creo que tienen que quedar atados para cuando me llegue la hora.
    Por primera vez desde que nos acomodamos se levantó del sillón y se dirigió al escritorio. Le seguí con la mirada: observé la espalda ancha, el buen corte de su chaqueta, el andar ágil a pesar de su corpulencia. Me fijé después en el retrato colgado en la pared del fondo hacia la que él se dirigía, imposible no hacerlo por su tamaño. Una dama elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto adusto en un óleo con marco de pan de oro. Al volverse lo señaló con un movimiento de la barbilla.
    -Mi madre, la gran doña Carlota, tu abuela. ¿La recuerdas, Dolores? Falleció hace siete años; si lo hubiera hecho hace veinticinco, probablemente tú, Sira, habrías nacido en esta casa. En fin, dejemos a los muertos descansar en paz.
    Hablaba ya sin mirarnos, ocupado en sus quehaceres tras la mesa. Abrió cajones, sacó objetos, revolvió papeles y volvió a nosotras con las manos cargadas. Mientras caminaba no despegó la vista de mi madre.
    -Sigues guapa, Dolores -apuntó al sentarse. Ya no estaba tenso, su incomodidad inicial apenas era un recuerdo-. Disculpad, no os he ofrecido nada, ¿queréis tomar algo? Voy a llamar a Servanda… -Hizo un gesto como de levantarse de nuevo, pero mi madre le interrumpió.
    -No queremos nada, Gonzalo, gracias. Vamos a terminar con esto, por favor.
    -¿Te acuerdas de Servanda, Dolores? Cómo nos espiaba, cómo nos seguía para después ir con el cuento a mi madre. -Soltó de pronto una carcajada, ronca, breve, amarga-. ¿Recuerdas cuando nos pilló encerrados en el cuarto de la plancha? Y fíjate tú ahora, qué ironía al cabo de los años: mi madre pudriéndose en el cementerio, y yo aquí con Servanda, la única que se ocupa de mí, qué destino más patético. Debería haberla despedido cuando ella murió, pero adónde iba a ir ya entonces la pobre mujer, vieja, sorda y sin familia. Y además, probablemente no tuviera más remedio que hacer lo que mi madre le mandaba: no era cosa de perder un trabajo así como así, aunque doña Carlota tuviese un carácter insoportable y llevara al servicio por la calle de la amargura. En fin, si no queréis tomar nada, yo tampoco. Prosigamos entonces.
    Permanecía sentado en el borde del sillón, sin reclinarse, con sus manos grandes apoyadas sobre el montón de cosas que había traído desde el escritorio. Papeles, paquetes, estuches. Del bolsillo interior de la chaqueta sacó entonces unas gafas de montura de metal y las ajustó ante sus ojos,
    -Bueno, vayamos a los asuntos prácticos. A ver, por partes.
    Cogió primero un paquete que en realidad eran dos sobres grandes, abultados y unidos por una banda elástica atravesada en su parte central.
    -Esto es para ti, Sira, para que te abras camino en la vida. No es la tercera parte de mi capital como en justicia debería corresponderte por ser una de mis tres descendientes, pero es todo lo que ahora mismo puedo dañe en efectivo. Apenas he conseguido vender nada, corren malos tiempos para las transacciones de cualquier tipo. Tampoco estoy en disposición de dejarte propiedades: no estás legalmente reconocida como hija mía y los derechos reales te comerían, además de tenerte que enzarzar en pleitos eternos con mis otros hijos. Pero, en fin, aquí tienes casi ciento cincuenta mil pesetas. Pareces lista como tu madre; seguro que sabrás invertirlas bien. Con este dinero quiero también que te ocupes de ella, que te encargues de que no le falte nada y la mantengas si algún día lo llegara a necesitar. En realidad habría preferido repartir el dinero en dos partes, una para cada una de vosotras, pero como sé que Dolores nunca lo aceptaría, te dejo a ti a cargo de todo.
    Sostenía el paquete tendido; antes de recogerlo, miré a mi madre desconcertada sin saber qué hacer. Con un gesto afirmativo, breve y conciso, ella me transmitió su consentimiento. Sólo entonces extendí las manos.
    -Muchas gracias -musité a mi padre.
    Antepuso a su réplica una sonrisa adusta.
    -No hay de qué, hija, no hay de qué. Bien, prosigamos.
    Tomó después un estuche forrado de terciopelo azul y lo abrió. Cogió otro, esta vez color granate, más pequeño. Hizo lo mismo. Así sucesivamente hasta cinco. Los dejó expuestos sobre la mesa. Las joyas del interior no refulgían, había poca luz, pero no por ello dejaba de intuirse su valor.
    -Esto era de mi madre. Hay más, pero María Luisa, mi mujer, se las ha llevado a su piadoso destierro. Ha dejado, sin embargo, lo más valioso, probablemente por ser lo menos discreto. Son para ti, Sira; lo más seguro es que nunca llegues a lucirlas: como ves, son un tanto ostentosas. Pero podrás venderlas o empeñarlas si alguna vez te hace falta y obtener por ellas una suma más que respetable.
    No supe qué replicar; mi madre sí.
    -De ninguna manera, Gonzalo. Todo esto pertenece a tu mujer.
    -Nada de eso -atajó él-. Todo esto, mi querida Dolores, no es propiedad de mi mujer: todo esto es mío y mi voluntad es que, de mí, pase a mi hija.
    -No puede ser, Gonzalo, no puede ser.
    -Sí puede ser.
    -No.
    -Sí.
    Allí murió la discusión. Silencio por parte de Dolores, batalla perdida. Cerró él las cajas una a una. Las apiló después en una ordenada pirámide, la más grande abajo, la más pequeña arriba. Desplazó el montón hacia mí haciéndolo resbalar sobre la superficie encerada de la mesa y cuando lo tuve enfrente, volvió su atención a unos pliegos de papel. Los desdobló y me los mostró.
    -Esto son unos certificados de las joyas, con su descripción, tasación y todas estas cosas. Y hay también un documento notarial en el que se da fe de que son de mi propiedad y que yo te las cedo por mi propia voluntad. Te vendrá bien por si alguna vez tuvieras que justificar que son tuyas; espero que no precises demostrar nada ante nadie, pero por si acaso.
    Plegó los papeles, los metió en una especie de carpeta, ató con habilidad una cinta roja a su alrededor y la colocó frente a mí también. Tomó entonces un sobre y extrajo un par de folios de papel apergaminado, con timbres, firmas y otras formalidades.
    -Y ahora, una cosa más, casi la última. Vamos a ver cómo te explico esto. -Pausa, inhalación, exhalación. Reinicio-. Este documento lo hemos redactado entre mi abogado y yo, y un notario ha dado fe de su contenido. Lo que viene a decir en resumidas cuentas es que yo soy tu padre y tú eres mi hija. ¿Para qué va a servirte? Para nada posiblemente, porque si algún día quisieras reclamar mi patrimonio, encontrarías que lo legué en vida a tus medio hermanos, con lo que nunca podrás obtener de esta familia más réditos que los que te lleves hoy contigo cuando salgas de esta casa. Pero para mí sí tiene valor: significa dar reconocimiento público a algo que debería haber hecho hace muchos años. Aquí consta lo que a ti y a mí nos une y, ahora, con él puedes hacer lo que quieras: enseñarlo a medio mundo o rasgarlo en mil pedazos y echarlos a la lumbre; eso ya sólo dependerá de ti.
    Dobló el documento, lo guardó, me tendió el sobre que lo contenía y de la mesa tomó otro, el último. El anterior era grande, de buen papel, con caligrafía elegante y membrete de notario. Este segundo pequeño, parduzco, vulgar, con aspecto de haber sido sobado por un millón de manos antes de llegar a las nuestras.
    -Esto es ya el final -dijo sin alzar la cabeza.
    Lo abrió, sacó su contenido y lo examinó brevemente. Después, sin una palabra, saltándome esta vez a mí, se lo dio a mi madre. Se levantó entonces y se dirigió hacia uno de los balcones. Allí permaneció en silencio, de espaldas, con las manos en los bolsillos del pantalón, contemplando la tarde o la nada, no sé. Lo que mi madre había recibido era un pequeño montón de fotografías. Antiguas, marrones y de mala calidad, tomadas por un retratista minutero por tres perras gordas cualquier mañana de primavera más de dos décadas atrás. Un par de jóvenes, apuestos, sonrientes. Cómplices y cercanos, atrapados en las redes frágiles de un amor tan grande como inconveniente, ignorantes de que al cabo de los años separados, cuando volvieran a enfrentarse juntos a aquel testimonio del ayer, él se volvería hacia un balcón para no mirarla a la cara y ella apretaría las muelas para no llorar frente a él.
    Dolores repasó las fotografías una a una, lentamente. Después me las entregó sin mirarme. Las contemplé despacio y las devolví a su sobre. Él regresó a nosotras, volvió a sentarse y retomó la conversación.
    -Con esto hemos terminado con las cuestiones materiales. Ahora vienen los consejos. No es que a estas alturas intente yo dejarte, hija, un legado moral; no soy quién para inspirar confianza ni predicar con el ejemplo pero, por concederme unos minutos más después de tantos años, no creo que pase nada, ¿verdad?
    Asentí con un movimiento de cabeza.
    -Bueno, pues mi consejo es el siguiente: marchaos de aquí lo antes posible. Las dos, lejos, tenéis que iros cuanto más lejos de Madrid, mejor. Fuera de España a ser posible. A Europa no, que tampoco allí tiene buena cara la situación. Marchaos a América o, si se os hace demasiado lejano, a África. A Marruecos; iros al Protectorado, es un buen sitio para vivir. Un sitio tranquilo donde, desde el final de la guerra con los moros, nunca pasa nada. Empezad una vida nueva lejos de este país enloquecido, porque el día menos pensado va a estallar algo tremendo y aquí no va a quedar nadie vivo.
    No pude contenerme.
    -¿Y por qué no se va usted?
    Sonrió con amargura una vez más. Tendió entonces su mano grande hacia la mía y la agarró con fuerza. Estaba caliente. Habló sin soltarme.
    -Porque yo ya no necesito un futuro, hija; yo ya he quemado todas mis naves. Y no me hables de usted, hazme el favor. Yo ya he cumplido mi ciclo, tal vez un poco antes de tiempo, ciertamente, pero ya no tengo ni ganas ni fuerzas para pelear por una vida nueva. Cuando uno emprende un cambio así, debe hacerlo con sueños y esperanzas, con ilusiones. Irse sin ellos es sólo escapar, y yo no tengo intención de huir a ningún sitio; prefiero quedarme aquí y enfrentarme de cara a lo que venga. Pero tú sí, Sira, tú eres joven, tendrás que formar una familia, sacarla adelante. Y España se está volviendo un mal sitio. Así que ésta es mi recomendación de padre y de amigo: márchate. Llévate a tu madre contigo, que vea crecer a sus nietos. Y cuídala como yo no fui capaz de hacerlo, prométemelo.
    Mantuvo los ojos fijos en los míos hasta que percibió un movimiento afirmativo. No sabía en qué manera esperaba él que yo cuidara de mi madre, pero no me atreví a hacer otra cosa más que asentir.
    -Bueno, pues con esto creo que hemos terminado -anunció.
    Se levantó entonces y nosotras le imitamos.
    -Recoge tus cosas -dijo. Obedecí. Todo cupo en mi bolso excepto el estuche de mayor tamaño y los sobres del dinero.
    -Y ahora déjame que te abrace por primera y seguramente última vez. Dudo mucho que volvamos a vernos.
    Envolvió mi cuerpo delgado en su corpulencia y me estrechó con fuerza; después tomó mi cara entre sus manos grandes y me besó en la frente.
    -Eres igual de preciosa que tu madre. Suerte en la vida, hija mía. Que Dios te bendiga.
    Quise decir algo como respuesta, pero no pude. Los sonidos quedaron atascados en un barullo de flemas y palabras a la altura de la garganta; las lágrimas se me amontonaron en los ojos, y sólo fui capaz de darme la vuelta y salir al pasillo en busca de la salida, a trompicones, con la vista nublada y un pellizco de pena negra agarrado a las tripas.
    Esperé a mi madre en el rellano de la escalera. La puerta de la calle había quedado entreabierta y la vi salir observada por la figura siniestra de Servanda en la distancia. Tenía las mejillas encendidas y los ojos vidriosos, su rostro por fin transpiraba emoción. No presencié lo que mis padres hicieron y se dijeron en aquellos escasos cinco minutos, pero siempre creí que se abrazaron también y se dijeron para siempre adiós.
    Descendimos tal como habíamos emprendido el ascenso: mi madre delante, yo detrás. En silencio. Con las joyas, los documentos y las fotografías en el bolso, los treinta mil duros aferrados bajo el brazo y el ruido de los tacones martilleando sobre el mármol de los escalones. Al llegar a la entreplanta no pude contenerme: la agarré por el brazo y la obligué a detenerse y a girarse. Mi cara quedó frente a su cara, mi voz fue apenas un susurro aterrorizado.
    -¿De verdad van a matarle, madre?
    -Yo qué sé, hija, yo qué sé…
    
El tiempo entre costuras
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