3
Con él conocí otra
forma de vida. Aprendí a ser una persona independiente de mi madre,
a convivir con un hombre y a tener una criada. A intentar
complacerle en cada momento y a no tener más objetivo que hacerle
feliz. Y conocí también otro Madrid: el de los locales sofisticados
y los sitios de moda; el de los espectáculos, los restaurantes y la
vida nocturna. Los cócteles en Negresco, la Granja del Henar,
Bakanik. Las películas de estreno en el Real Cinema con órgano
orquestal, Mary Pickford en la pantalla, Ramiro metiendo bombones
en mi boca y yo rozando con mis labios la punta de sus dedos, a
punto de derretirme de amor. Carmen Amaya en el teatro Fontalba,
Raquel Meller en el Maravillas. Flamenco en Villa Rosa, el cabaret
del Palacio del Hielo. Un Madrid hirviente y bullicioso, por el que
Ramiro y yo transitábamos como si no hubiera un ayer ni un mañana.
Como si tuviéramos que consumir el mundo entero a cada instante por
si acaso el futuro nunca quisiera llegar.
¿Qué tenía Ramiro,
qué me dio para poner mi vida patas arriba en apenas un par de
semanas? Aún hoy, tantos años después, puedo componer con los ojos
cerrados un catálogo de todo lo que de él me sedujo, y estoy
convencida de que si cien veces hubiera nacido, cien veces habría
vuelto a enamorarme como entonces lo hice. Ramiro Arribas,
irresistible, mundano, guapo a rabiar. Con su pelo castaño
repeinado hacia atrás, su porte deslumbrante de puro varonil,
irradiando optimismo y seguridad las veinticuatro horas del día los
siete días de la semana. Ocurrente y sensual, indiferente a la
acritud política de aquellos tiempos, como si su reino no fuera de
este mundo. Amigo de unos y otros sin tomar nunca en serio a
ninguno, constructor de planes soberbios, siempre con la palabra
justa, el gesto exacto para cada momento. Dinámico, espléndido,
contrario al acomodamiento. Hoy gerente de una firma italiana de
máquinas de escribir, ayer representante de automóviles alemanes;
anteayer qué más daba y el mes que viene sabría Dios.
¿Qué vio Ramiro en
mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse
con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera
vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres
antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como
tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo.
Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus
impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de
una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un
diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los
diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba
mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios
más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y
perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me
instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su
Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el
humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que
algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las
espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna
esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía
crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces
yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi
déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal
cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre
en el vaivén tumultuoso de su existir.
Me instalé desde el
principio con él en su piso masculino junto a la plaza de las
Salesas. Apenas llevé nada conmigo, como si mi vida empezara de
nuevo; como si yo fuera otra y hubiera vuelto a nacer. Mi corazón
arrebatado y un par de cosas que ponerme encima fueron las únicas
pertenencias que trasladé a su domicilio. De vez en cuando volvía a
visitar a mi madre; por aquel entonces ella cosía en casa por
encargo, muy poca cosa con la que obtenía apenas lo justo para
poder sobrevivir. No apreciaba a Ramiro, desaprobaba su forma de
actuar conmigo. Le acusaba de haberme arrastrado de una manera
impulsiva, de utilizar su edad y posición para embaucarme, de
forzarme a prescindir de todos mis anclajes. No le gustaba que
viviera con él sin casarme, que hubiera dejado a Ignacio y ya no
fuera la misma de siempre. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí
convencerla de que no era él quien me presionaba para actuar así;
de que era el simple amor incontenible lo que me llevaba a ello.
Nuestras discusiones eran cada día más duras: nos cruzábamos
reproches atroces y nos arañábamos una a otra las entrañas. A cada
envite suyo replicaba yo con un desplante, a cada reprobación con
un desprecio aún más feroz. Raro fue el encuentro que no acabó con
lágrimas, gritos y portazos, y las visitas se hicieron cada vez más
breves, más distanciadas. Y mi madre y yo, cada día más
ajenas.
Hasta que llegó por
su parte un acercamiento. Tan sólo lo provocó en calidad de persona
interpuesta, cierto, pero aquel gesto suyo -cómo podríamos haberlo
previsto- derivó en nuevo giro en el rumbo de nuestros caminos.
Apareció un día en casa de Ramiro, era media mañana. Él ya no
estaba y yo seguía durmiendo. Habíamos salido la noche anterior,
vimos a Margarita Xirgú en el teatro de la Comedia, fuimos después
a Le Cock. Debían de ser casi las cuatro de la mañana cuando nos
acostamos, yo exhausta, tanto que ni tuve fuerzas para limpiarme el
maquillaje que en los últimos tiempos usaba. Entre sueños oí
marchar a Ramiro sobre las diez, entre sueños oí llegar a
Prudencia, la muchacha de servicio que se encargaba de poner orden
en nuestro desbarajuste doméstico. Entre sueños la oí salir a por
la leche y el pan y entre sueños oí poco después que llamaban a la
puerta. Primero suavemente, después con rotundidad. Creí que
Prudencia había vuelto a dejarse la llave, ya lo había hecho otras
veces. Me levanté aturullada y con humor pésimo acudí al reclamo
insistente de la puerta gritando ¡ya voy! Ni siquiera me molesté en
ponerme algo encima: la torpe de Prudencia no merecía el esfuerzo.
Abrí adormilada y no encontré a Prudencia, sino a mi madre. No supe
qué decir. Ella tampoco, en principio. Se limitó a mirarme de
arriba abajo, deteniendo su atención sucesivamente en mi pelo
revuelto, en los trazos negros de máscara de pestañas corrida bajo
los ojos, en los restos de carmín alrededor de la boca y en el
camisón procaz que dejaba a la vista más carne desnuda de la que su
sentido de la decencia podía admitir. No fui capaz de aguantarle la
mirada, no pude hacerle frente. Tal vez porque aún estaba demasiado
aturdida por el trasnoche. Tal vez porque la serena severidad de su
actitud me dejó desarmada.
-Pasa, no te quedes
en la puerta -dije intentando disimular el desconcierto que su
llegada imprevista me había causado.
-No, no quiero
entrar, voy con prisa. Tan sólo me he acercado para darte un
recado.
La situación era tan
tensa y extravagante que jamás habría podido creer que pudiera ser
cierta de no haberla vivido aquella mañana en primera persona. Mi
madre y yo, que tanto habíamos compartido y tan iguales éramos en
muchas cosas, parecíamos habernos convertido de pronto en dos
extrañas que recelaban una de otra como perras callejeras
midiéndose suspicaces en la distancia.
Permaneció frente a
la puerta, seria, erguida, peinada con un moño tirante en el que
empezaban a vislumbrarse las primeras hebras grises. Digna y alta,
sus cejas angulosas enmarcando la reprobación de su mirada.
Elegante en cierto modo a pesar de la sencillez de su indumentaria.
Cuando por fin acabó de examinarme a conciencia, habló. Sin
embargo, y pese a lo que yo temía, sus palabras no tuvieron la
intención de criticarme.
-Vengo a traerte un
mensaje. Una petición que no es mía. Puedes aceptarla o no, tú
verás. Pero yo creo que deberías decir que sí. Piénsatelo; más vale
tarde que nunca.
No llegó a cruzar el
umbral y la visita duró apenas un minuto más: el que necesitó para
darme una dirección, una hora de aquella misma tarde y la espalda
sin el menor ceremonial de despedida. Me extrañó no recibir algo
más en el lote, pero no tuve que esperar demasiado para que me lo
hiciera llegar. Apenas lo que tardó en empezar a bajar la
escalera.
-Y lávate esa cara,
péinate y ponte algo encima, que pareces una fulana.
Compartí con Ramiro
mi estupor a la hora de la comida. No veía sentido a aquello,
desconocía qué podría haber tras un encargo tan inesperado,
desconfiaba. Le supliqué que me acompañara. ¿Adónde? A conocer a mi
padre. ¿Por qué? Porque él así lo había pedido. ¿Para qué? Ni en
diez años de cavilaciones habría logrado yo anticipar la más remota
de las causas.
Había quedado en
reunirme con mi madre a primera hora de la tarde en la dirección
fijada: Hermosilla 19. Muy buena calle, muy buena finca; una como
tantas aquellas que en otros tiempos visité cargando prendas recién
cosidas. Me había esmerado en componer mi apariencia para el
encuentro: había elegido un vestido de lana azul, un abrigo a juego
y un pequeño sombrero con tres plumas ladeado con gracia sobre la
oreja izquierda. Todo lo había pagado Ramiro, naturalmente: eran
las primeras prendas que tocaban mi cuerpo y que no había cosido mi
madre o yo misma. Llevaba zapatos de tacón alto y el pelo suelto
sobre la espalda; apenas me maquillé, no quería reproches esa
tarde. Me miré en el espejo antes de salir. De cuerpo entero. La
imagen de Ramiro se reflejaba detrás de mí, sonriendo, admirando
con las manos en los bolsillos.
-Estás fantástica. Le
vas a dejar impresionado.
Intenté sonreír
agradecida por el comentario, pero no lo logré del todo. Estaba
hermosa, cierto; hermosa y distinta, como una persona ajena a la
que había sido tan sólo unos meses atrás. Hermosa, distinta y
asustada como un ratón, muerta de miedo, lamentando haber aceptado
aquella petición insólita. Por la mirada de mi madre al llegar,
deduje que el hecho de que Ramiro apareciera a mi lado no le
resultaba en absoluto grato. Al entrever nuestra intención de
entrar juntos, atajó sin miramientos.
-Esto es un asunto de
familia; si no le importa, usted se queda aquí.
Y sin pararse a
recibir respuesta, se giró y atravesó el portón imponente de hierro
negro y cristal. Yo habría querido que él estuviera a mi lado,
necesitaba su apoyo y su fuerza, pero no me atreví a encararla. Me
limité a susurrar a Ramiro que era mejor que se marchara y la
seguí.
-Venimos a ver al
señor Alvarado. Nos espera -anunció al portero. Asintió éste y sin
mediar palabra se dispuso a acompañarnos hasta el ascensor.
-No hace falta,
gracias.
Recorrimos el amplio
portal y empezamos a subir la escalera, mi madre delante con paso
firme, sin rozar apenas la madera pulida del pasamanos, embutida en
un traje de chaqueta que no le conocía. Yo detrás, acobardada,
agarrándome a la baranda como a un salvavidas en una noche de
tempestad. Las dos mudas cual tumbas. Los pensamientos se me
acumulaban en la cabeza a medida que ascendíamos uno a uno los
escalones. Primer rellano. Por qué se desenvolvía mi madre con
tanta familiaridad en aquel lugar ajeno. Entreplanta. Cómo sería el
hombre al que íbamos a ver, por qué ese repentino empeño en
conocerme después de tantos años. Principal. El resto de los
pensamientos quedaron agolpados en el limbo de mi mente: no había
tiempo para ellos, habíamos llegado. Gran puerta a la derecha, el
dedo de mi madre sobre el timbre apretando seguro, sin la menor
señal de intimidación. Puerta abierta con inmediatez, criada
veterana y encogida dentro de un uniforme negro y cofia
impoluta.
-Buenas tardes,
Servanda. Venimos a ver al señor. Supongo que estará en la
biblioteca.
La boca de Servanda
quedó entreabierta con el saludo colgando, como si hubiera recibido
la visita de un par de espectros. Cuando consiguió reaccionar y
parecía que por fin iba a ser capaz de decir algo, una voz sin
rostro se superpuso a la suya. Voz de hombre, ronca, fuerte, desde
el fondo.
-Que pasen.
La criada se hizo a
un lado, aún presa de un nervioso desconcierto. No necesitó
indicarnos el camino: mi madre parecía conocerlo de sobra.
Avanzamos por un pasillo amplio, evitando salones con paredes
enteladas, tapices y retratos de familia. Al llegar a una puerta
doble, abierta a la izquierda, mi madre giró hacia ella. Percibimos
entonces la figura de un hombre grande esperándonos en el centro de
la estancia. Y otra vez la voz potente.
-Adelante.
Despacho grande para
el hombre grande. Escritorio grande cubierto de papeles, librería
grande llena de libros, hombre grande mirándome, primero a los
ojos, después hacia abajo, otra vez hacia arriba. Descubriéndome.
Tragó saliva él, tragué saliva yo. Dio unos pasos hacia nosotras,
posó su mano en mi brazo y me apretó sin forzar, como queriendo
cerciorarse de que en verdad existía. Sonrió levemente con un lado
de la boca, como con un poso de melancolía.
-Eres igual que tu
madre hace veinticinco años.
Retuvo su mirada en
la mía mientras me presionaba un segundo, dos, tres, diez. Después,
aún sin soltarme, desvió la vista y la concentró en mi madre.
Volvió a su rostro la débil sonrisa amarga.
-Cuánto tiempo,
Dolores.
No contestó, tampoco
esquivó sus ojos. Despegó entonces él su mano de mi brazo y la
extendió en dirección a ella; no parecía buscar un saludo, sólo un
contacto, un roce, como si esperara que sus dedos le salieran al
encuentro. Pero ella se mantuvo inmóvil, sin responder al reclamo,
hasta que él pareció despertar del encantamiento, carraspeó y, en
un tono tan atento como forzadamente neutro, nos ofreció
asiento.
En vez de dirigirse a
la gran mesa de trabajo donde se acumulaban los papeles, nos invitó
a acercarnos a otro ángulo de la biblioteca. Se acomodó mi madre en
un sillón y él enfrente. Y yo sola en un sofá, en medio, entre
ambos. Tensos, incómodos los tres. Él se entretuvo en encender un
habano. Ella se mantenía erguida, con las rodillas juntas y la
espalda recta. Yo, mientras tanto, arañaba con el dedo índice la
tapicería de damasco color vino del sofá con la atención
concentrada en la labor, como si quisiera hacer un agujero en la
urdimbre del tejido y escapar por él como una lagartija. El
ambiente se llenó de humo y volvió el carraspeo como anticipando
una intervención, pero antes de que ésta pudiera ser vertida al
aire, mi madre tomó la palabra. Se dirigía a mí, pero sus ojos se
concentraban en él. Su voz me obligó a levantar por fin la vista
hacia los dos.
-Bueno, Sira, éste es
tu padre, por fin le conoces. Se llama Gonzalo Alvarado, es
ingeniero, dueño de una fundición y ha vivido en esta casa desde
siempre. Antes era el hijo y ahora el señor, cómo pasa la vida.
Hace mucho tiempo yo venía aquí a coser para su madre, nos
conocimos entonces y, en fin, tres años después naciste tú. No
imagines un folletín en el que el señorito sin escrúpulos engaña a
la pobre modistilla ni nada por el estilo. Cuando empezó nuestra
relación, yo tenía veintidós años y él, veinticuatro: los dos
sabíamos perfectamente quiénes éramos, dónde estábamos y a qué nos
enfrentábamos. No hubo engaño por su parte ni más ilusiones que las
justas por la mía. Fue una relación que terminó porque no podía
llegar a ningún sitio; porque nunca tendría que haber empezado. Yo
fui quien decidió acabar con ella, no fue él quien nos abandonó a
ti y a mí. Y he sido yo la que siempre se ha empeñado en que no
tuvierais ningún contacto. Tu padre intentó no perdernos, con
insistencia al principio; después, poco a poco, fue haciéndose a la
situación. Se casó y tuvo otros hijos, dos varones. Hacía mucho
tiempo que no sabía nada de él, hasta que anteayer recibí un recado
suyo. No me ha dicho por qué quiere conocerte a estas alturas,
ahora lo sabremos.
Mientras ella
hablaba, él la contemplaba con atención, con serio aprecio. Cuando
calló, esperó unos segundos antes de tomar el relevo. Como si
estuviera pensando, midiendo sus palabras para que estas expresaran
con exactitud lo que quería decir. Aproveché esos momentos para
observarle y lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que
jamás podría haberme figurado un padre así. Yo era morena, mi madre
era morena, y en las muy escasas evocaciones imaginarias que en mi
vida hubiera podido tener de mi progenitor, siempre lo había
pintado como nosotras, uno más, con la tez tostada, el pelo oscuro
y el cuerpo ligero. Siempre, también, había asociado la figura de
un padre con las estampas de la gente de mi entorno: nuestro vecino
Norberto, los padres de mis amigas, los hombres que llenaban las
tabernas y las calles de mi barrio. Padres normales de gente
normal: empleados de correos, dependientes, oficinistas, camareros
de cafés o dueños como mucho de un estanco, una mercería o un
puesto de hortalizas en el mercado de la
Cebada. Los señores
que veía en mis idas y venidas por las calles prósperas de Madrid
al repartir los encargos del taller de doña Manuela eran para mí
como seres de otro mundo, entes de otra especie que en absoluto
encajaban en el molde que en mi mente existía para la categoría de
presencia paterna. Delante, sin embargo, tenía a uno de aquellos
ejemplares. Un hombre aún apuesto a pesar de su corpulencia un
tanto excesiva, con pelo ya canoso que en su día debió de haber
sido claro y ojos color miel algo enrojecidos, vestido de gris
oscuro, propietario de un gran hogar y una familia ausente. Un
padre distinto a los demás padres que por fin arrancó a hablar,
dirigiéndose a mi madre y a mí alternativamente, a veces a las dos, a veces a ninguna.
-Vamos a ver, esto no
es fácil -dijo a modo de anuncio.
Inhalación profunda,
calada al puro, humo fuera. Vista alzada, a mis ojos por fin. A los
de mi madre, luego. A los míos otra vez. Y entonces recuperó la palabra, y ya apenas se detuvo
en un rato tan largo e intenso que cuando me quise dar cuenta nos
habíamos quedado casi a oscuras, nuestros cuerpos se habían
convertido en sombras y por toda luz sólo nos acompañaba el reflejo
alejado y débil de una lámpara de tulipa verde sobre el
escritorio.
-Os he buscado porque
me temo que cualquier día de éstos me van a matar. O voy a acabar
yo matando a alguien y me van a encarcelar, que será como una
muerte en vida, lo mismo da. La situación política está a punto de
reventar y, cuando lo haga, sólo Dios sabe qué va a ser de todos
nosotros.
Miré de reojo a mi
madre en busca de alguna reacción, pero su rostro no transmitía el
más mínimo gesto de inquietud: como si en vez del presagio de una
muerte inminente, le hubieran anunciado la hora o el pronóstico de
un día nublado. Él, entretanto, prosiguió desmenuzando
premoniciones y exudando chorros de amargura.
-Y como sé que tengo
los días contados, me he puesto a hacer el inventario de mi vida y
¿qué es lo que he descubierto que poseo entre mis haberes? Dinero,
sí. Propiedades, también. Y una empresa con doscientos trabajadores
en la que me he dejado la piel durante tres décadas y en la que el
día que no me organizan una huelga, me humillan y me escupen a la
cara. Y una mujer que en cuanto vio que quemaban un par de iglesias
se marchó con su madre y sus hermanas a rezar rosarios a San Juan
de Luz. Y dos hijos a quienes no entiendo, un par de vagos que se
han vuelto unos fanáticos y se pasan el día pegando tiros por los
tejados y adorando al iluminado del hijo de Primo de Rivera, que
tiene el seso sorbido a todos los señoritos de Madrid con sus
majaderías románticas de reafirmación del espíritu nacional. A la
fundición me los llevaba yo a todos ellos, a trabajar doce horas
diarias, a ver si el espíritu nacional se les recomponía a golpe de
yunque y martillo.
»El mundo ha cambiado
mucho, Dolores, ¿no lo ves tú? Los obreros ya no se conforman con
ir a la verbena de San Cayetano y a los toros de Carabanchel como
canta la zarzuela. Ahora cambian la burra por la bicicleta, se
afilian a un sindicato y, a la primera que se les retuerce el
colmillo, amenazan al patrón con meterle un tiro entre las cejas.
Probablemente no les falte razón, que llevar una vida llena de
carencias y trabajar de sol a sol desde que le salen a uno los
dientes no es del gusto de nadie. Pero aquí hace falta mucho más
que eso: con levantar el puño, odiar al que tienen por encima y
cantar van a arreglar poco; a ritmo de himnos no se cambia un país.
Razones para rebelarse, desde luego, tienen de sobra, que aquí hay
hambre de siglos y mucha injusticia también, pero eso no se arregla
mordiendo la mano de quien te da de comer. Para La Internacional eso, para
modernizar este país, necesitaríamos emprendedores valientes y
trabajadores cualificados, una educación en condiciones, y
gobiernos serios que duraran en su puesto lo suficiente. Pero aquí
todo es un desastre, cada uno va a lo suyo y nadie se ocupa de
trabajar en serio para acabar con tanta sinrazón. Los políticos, de
un lado y del otro, se pasan el día perdidos en sus diatribas y sus
filigranas oratorias en el Parlamento. El rey bien está donde está;
mucho antes tendría que haberse marchado. Los socialistas, los
anarquistas y los comunistas pelean por los suyos como tiene que
ser, pero deberían hacerlo con sensatez y orden, sin rencores ni
ánimos desatados. Los pudientes y los monárquicos, entretanto, van
escapando acobardados al extranjero. Y entre unos y otros, al final
vamos a conseguir que cualquier día se acaben levantando los
militares, nos monten un estado cuartelero, y entonces sí que lo
vamos a lamentar. O nos metemos en una guerra civil, nos liamos a
tiros unos contra otros, y terminamos matándonos entre
hermanos.
Hablaba rotundo, sin
pausa. Hasta que de pronto pareció descender a la realidad y
apreciar que tanto mi madre como yo, a pesar de mantener intacta la
compostura, permanecíamos totalmente desconcertadas, sin saber
adónde quería llegar con su alegato descorazonador ni qué teníamos
que ver nosotras en aquella cruda vomitona verbal.
-Perdonad que os
cuente todas estas cosas de una manera tan impulsiva, pero llevo
mucho tiempo pensando sobre ello y creo que ha llegado el momento
de empezar a actuar. Este país se hunde. Esto es una locura, un
sinsentido y a mí, como os he dicho, cualquier día de éstos me van
a matar. Las tornas del mundo están cambiando y cuesta ajustarse a
ellas. Me he pasado más de treinta años trabajando como un animal,
desvelándome por mi negocio e intentando cumplir con mi deber.
Pero, o los tiempos no me vienen de cara, o en algo serio he debido
de equivocarme porque, al final, todo me ha dado la espalda y la
vida parece escupirme de pronto su venganza. Mis hijos se me han
ido de las manos, mi mujer me ha abandonado y el día a día en mi
empresa se ha convertido en un infierno. Me he quedado solo, no
encuentro apoyo en nadie, y estoy convencido de que la situación ya
sólo puede ir a peor. Por eso estoy preparándome, ordenando mis
asuntos, los papeles, las cuentas. Disponiendo mis últimas
voluntades e intentando que todo quede organizado por si acaso un
día no vuelvo. Y, a la par que en los negocios, también estoy
poniendo orden en mis recuerdos y en mis sentimientos, que alguno
me queda aunque sean escasos. Cuanto más negro lo veo todo a mi
alrededor, más escarbo entre mis afectos y rescato la memoria de lo
bueno que la vida me ha dado; y ahora que se agotan mis días, he
caído en la cuenta de que una de las pocas cosas que realmente ha
valido la pena, ¿sabes qué es, Dolores? Tú. Tú y esta hija nuestra
que es tu viva estampa en los años que estuvimos juntos. Por eso he
querido veros.
Gonzalo Alvarado, ese
padre mío que al fin tenía rostro y nombre, hablaba ya con más
tranquilidad. A mitad de su intervención empezó a vislumbrarse como
el hombre que debería ser todos los días que no eran aquél: seguro
de sí mismo, contundente en sus gestos y palabras, acostumbrado a
mandar y a llevar la razón. Le había costado trabajo arrancar; no
debía de resultar grato encararse a un amor perdido y una hija
desconocida tras un cuarto de siglo de ausencia. Pero en aquel
momento del encuentro se hallaba ya del todo aposentado en el
aplomo, dueño y señor de la situación. Firme en su discurso,
sincero y descarnado como sólo puede serlo quien ya nada tiene que
perder.
-¿Sabes una cosa,
Sira? Yo quise de verdad a tu madre; la quise mucho, muchísimo, y
ojalá todo hubiera sido de otra manera para haberla podido tener
siempre a mi lado. Pero, lamentablemente, no fue así.
Se desprendió de mi
mirada y volvió la vista hacia ella. Hacia sus grandes ojos color
avellana hartos de coser. Hacia su hermosa madurez sin afeites ni
aderezos.
-Luché poco por ti,
¿verdad, Dolores? Fui incapaz de hacer frente a los míos y no
estuve a la altura contigo. Después, ya lo sabes: me acomodé a la
vida que se esperaba de mí, me acostumbré a otra mujer y otra
familia.
Mi madre escuchaba en
silencio, impasible en apariencia. No sabría decir si estaba
ocultando sus emociones o si aquellas palabras tampoco le
provocaban ni frío ni calor. Se mantenía, sin más, hierática en su
postura; indescifrables sus pensamientos, erguida dentro del traje
de confección excelente que yo nunca le había visto, seguramente
hecho con cualquier recorte sobrante de otra mujer con más telas y
más suerte que ella en la vida. Él, lejos de frenarse ante su
pasividad, continuó hablando.
-No sé si me creeréis
o no, pero lo cierto es que, ahora que veo que me llega el final,
lamento de corazón que hayan pasado tantos años sin ocuparme de
vosotras y sin haber llegado siquiera a conocerte, Sira. Debería
haber insistido más, no haber cejado en mi empeño por manteneros
cercanas, pero las cosas eran como eran y tú, demasiado digna,
Dolores: no ibas a consentir que os dedicara sólo las migajas de mi
vida. Si no podía ser todo, entonces no sería nada. Tu madre es muy
dura, muchacha, muy dura y muy firme. Y yo, probablemente, fui un
débil y un cretino, pero, en fin, no es momento ya de
lamentaciones.
Guardó silencio unos
segundos, pensando, sin mirarnos. Después tomó aire por la nariz,
lo expelió con fuerza y cambió de postura: despegó la espalda del
respaldo del sillón y echó el cuerpo hacia delante, como queriendo
ser más directo, como si ya se hubiera decidido a abordar de pleno
lo que se suponía que tenía que decirnos. Parecía finalmente
dispuesto a descolgarse de la amarga nostalgia que lo mantenía
sobrevolando por encima del pasado, listo ya para centrarse en las
demandas terrenales del presente.
-No quiero
entreteneros más de la cuenta con mis melancolías, disculpadme.
Vamos a centrarnos. Os he llamado para
transmitiros mis últimas voluntades. Y os pido a las dos que me
entendáis bien y no interpretéis esto de forma equivocada. Mi
intención no es compensaros por los años que no os he dedicado, ni
demostraros con prebendas mi arrepentimiento, ni mucho menos
intentar comprar vuestra estima a estas alturas. Lo único que
yo quiero es dejar bien amarrados los cabos
que legítimamente creo que tienen que quedar atados para cuando me
llegue la hora.
Por primera vez desde
que nos acomodamos se levantó del sillón y se dirigió al
escritorio. Le seguí con la mirada: observé la espalda ancha, el
buen corte de su chaqueta, el andar ágil a pesar de su corpulencia.
Me fijé después en el retrato colgado en la pared del fondo hacia
la que él se dirigía, imposible no hacerlo por su tamaño. Una dama
elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo
contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto
adusto en un óleo con marco de pan de oro. Al volverse lo señaló
con un movimiento de la barbilla.
-Mi madre, la gran
doña Carlota, tu abuela. ¿La recuerdas, Dolores? Falleció hace
siete años; si lo hubiera hecho hace veinticinco, probablemente tú,
Sira, habrías nacido en esta casa. En fin, dejemos a los muertos
descansar en paz.
Hablaba ya sin
mirarnos, ocupado en sus quehaceres tras la mesa. Abrió cajones,
sacó objetos, revolvió papeles y volvió a nosotras con las manos
cargadas. Mientras caminaba no despegó la vista de mi madre.
-Sigues guapa,
Dolores -apuntó al sentarse. Ya no estaba tenso, su incomodidad
inicial apenas era un recuerdo-. Disculpad, no os he ofrecido nada,
¿queréis tomar algo? Voy a llamar a Servanda… -Hizo un gesto como
de levantarse de nuevo, pero mi madre le interrumpió.
-No queremos nada,
Gonzalo, gracias. Vamos a terminar con esto, por favor.
-¿Te acuerdas de
Servanda, Dolores? Cómo nos espiaba, cómo nos seguía para después
ir con el cuento a mi madre. -Soltó de pronto una carcajada, ronca,
breve, amarga-. ¿Recuerdas cuando nos pilló encerrados en el cuarto
de la plancha? Y fíjate tú ahora, qué ironía al cabo de los años:
mi madre pudriéndose en el cementerio, y yo aquí con Servanda, la
única que se ocupa de mí, qué destino más patético. Debería haberla
despedido cuando ella murió, pero adónde iba a ir ya entonces la
pobre mujer, vieja, sorda y sin familia. Y además, probablemente no
tuviera más remedio que hacer lo que mi madre le mandaba: no era
cosa de perder un trabajo así como así, aunque doña Carlota tuviese
un carácter insoportable y llevara al servicio por la calle de la
amargura. En fin, si no queréis tomar nada, yo tampoco. Prosigamos
entonces.
Permanecía sentado en
el borde del sillón, sin reclinarse, con sus manos grandes apoyadas
sobre el montón de cosas que había traído desde el escritorio.
Papeles, paquetes, estuches. Del bolsillo interior de la chaqueta
sacó entonces unas gafas de montura de metal y las ajustó ante sus
ojos,
-Bueno, vayamos a los
asuntos prácticos. A ver, por partes.
Cogió primero un
paquete que en realidad eran dos sobres grandes, abultados y unidos
por una banda elástica atravesada en su parte central.
-Esto es para ti,
Sira, para que te abras camino en la vida. No es la tercera parte
de mi capital como en justicia debería corresponderte por ser una
de mis tres descendientes, pero es todo lo que ahora mismo puedo
dañe en efectivo. Apenas he conseguido vender nada, corren malos
tiempos para las transacciones de cualquier tipo. Tampoco estoy en
disposición de dejarte propiedades: no estás legalmente reconocida
como hija mía y los derechos reales te comerían, además de tenerte
que enzarzar en pleitos eternos con mis otros hijos. Pero, en fin,
aquí tienes casi ciento cincuenta mil pesetas. Pareces lista como
tu madre; seguro que sabrás invertirlas bien. Con este dinero
quiero también que te ocupes de ella, que te encargues de que no le
falte nada y la mantengas si algún día lo llegara a necesitar. En
realidad habría preferido repartir el dinero en dos partes, una
para cada una de vosotras, pero como sé que Dolores nunca lo
aceptaría, te dejo a ti a cargo de todo.
Sostenía el paquete
tendido; antes de recogerlo, miré a mi madre desconcertada sin
saber qué hacer. Con un gesto afirmativo, breve y conciso, ella me
transmitió su consentimiento. Sólo entonces extendí las
manos.
-Muchas gracias
-musité a mi padre.
Antepuso a su réplica
una sonrisa adusta.
-No hay de qué, hija,
no hay de qué. Bien, prosigamos.
Tomó después un
estuche forrado de terciopelo azul y lo abrió. Cogió otro, esta vez
color granate, más pequeño. Hizo lo mismo. Así sucesivamente hasta
cinco. Los dejó expuestos sobre la mesa. Las joyas del interior no
refulgían, había poca luz, pero no por ello dejaba de intuirse su
valor.
-Esto era de mi
madre. Hay más, pero María Luisa, mi mujer, se las ha llevado a su
piadoso destierro. Ha dejado, sin embargo, lo más valioso,
probablemente por ser lo menos discreto. Son para ti, Sira; lo más
seguro es que nunca llegues a lucirlas: como ves, son un tanto
ostentosas. Pero podrás venderlas o empeñarlas si alguna vez te
hace falta y obtener por ellas una suma más que respetable.
No supe qué replicar;
mi madre sí.
-De ninguna manera,
Gonzalo. Todo esto pertenece a tu mujer.
-Nada de eso -atajó
él-. Todo esto, mi querida Dolores, no es propiedad de mi mujer:
todo esto es mío y mi voluntad es que, de mí, pase a mi hija.
-No puede ser,
Gonzalo, no puede ser.
-Sí puede ser.
-No.
-Sí.
Allí murió la
discusión. Silencio por parte de Dolores, batalla perdida. Cerró él
las cajas una a una. Las apiló después en una ordenada pirámide, la
más grande abajo, la más pequeña arriba. Desplazó el montón hacia
mí haciéndolo resbalar sobre la superficie encerada de la mesa y
cuando lo tuve enfrente, volvió su atención a unos pliegos de
papel. Los desdobló y me los mostró.
-Esto son unos
certificados de las joyas, con su descripción, tasación y todas
estas cosas. Y hay también un documento notarial en el que se da fe
de que son de mi propiedad y que yo te las cedo por mi propia
voluntad. Te vendrá bien por si alguna vez tuvieras que justificar
que son tuyas; espero que no precises demostrar nada ante nadie,
pero por si acaso.
Plegó los papeles,
los metió en una especie de carpeta, ató con habilidad una cinta
roja a su alrededor y la colocó frente a mí también. Tomó entonces
un sobre y extrajo un par de folios de papel apergaminado, con
timbres, firmas y otras formalidades.
-Y ahora, una cosa
más, casi la última. Vamos a ver cómo te explico esto. -Pausa,
inhalación, exhalación. Reinicio-. Este documento lo hemos
redactado entre mi abogado y yo, y un notario ha dado fe de su
contenido. Lo que viene a decir en resumidas cuentas es que yo soy
tu padre y tú eres mi hija. ¿Para qué va a servirte? Para nada
posiblemente, porque si algún día quisieras reclamar mi patrimonio,
encontrarías que lo legué en vida a tus medio hermanos, con lo que
nunca podrás obtener de esta familia más réditos que los que te
lleves hoy contigo cuando salgas de esta casa. Pero para mí sí
tiene valor: significa dar reconocimiento público a algo que
debería haber hecho hace muchos años. Aquí consta lo que a ti y a
mí nos une y, ahora, con él puedes hacer lo que quieras: enseñarlo
a medio mundo o rasgarlo en mil pedazos y echarlos a la lumbre; eso
ya sólo dependerá de ti.
Dobló el documento,
lo guardó, me tendió el sobre que lo contenía y de la mesa tomó
otro, el último. El anterior era grande, de buen papel, con
caligrafía elegante y membrete de notario. Este segundo pequeño,
parduzco, vulgar, con aspecto de haber sido sobado por un millón de
manos antes de llegar a las nuestras.
-Esto es ya el final
-dijo sin alzar la cabeza.
Lo abrió, sacó su
contenido y lo examinó brevemente. Después, sin una palabra,
saltándome esta vez a mí, se lo dio a mi madre. Se levantó entonces
y se dirigió hacia uno de los balcones. Allí permaneció en
silencio, de espaldas, con las manos en los bolsillos del pantalón,
contemplando la tarde o la nada, no sé. Lo que mi madre había
recibido era un pequeño montón de fotografías. Antiguas, marrones y
de mala calidad, tomadas por un retratista minutero por tres perras
gordas cualquier mañana de primavera más de dos décadas atrás. Un
par de jóvenes, apuestos, sonrientes. Cómplices y cercanos,
atrapados en las redes frágiles de un amor tan grande como
inconveniente, ignorantes de que al cabo de los años separados,
cuando volvieran a enfrentarse juntos a aquel testimonio del ayer,
él se volvería hacia un balcón para no mirarla a la cara y ella
apretaría las muelas para no llorar frente a él.
Dolores repasó las
fotografías una a una, lentamente. Después me las entregó sin
mirarme. Las contemplé despacio y las devolví a su sobre. Él
regresó a nosotras, volvió a sentarse y retomó la
conversación.
-Con esto hemos
terminado con las cuestiones materiales. Ahora vienen los consejos.
No es que a estas alturas intente yo dejarte, hija, un legado
moral; no soy quién para inspirar confianza
ni predicar con el ejemplo pero, por concederme unos minutos más
después de tantos años, no creo que pase nada, ¿verdad?
Asentí con un
movimiento de cabeza.
-Bueno, pues mi
consejo es el siguiente: marchaos de aquí lo antes posible. Las
dos, lejos, tenéis que iros cuanto más lejos de Madrid, mejor.
Fuera de España a ser posible. A Europa no, que tampoco allí tiene
buena cara la situación. Marchaos a América o, si se os hace
demasiado lejano, a África. A Marruecos; iros al Protectorado, es
un buen sitio para vivir. Un sitio tranquilo donde, desde el final
de la guerra con los moros, nunca pasa nada. Empezad una vida nueva
lejos de este país enloquecido, porque el
día menos pensado va a estallar algo tremendo y aquí no va a quedar
nadie vivo.
No pude
contenerme.
-¿Y por qué no se va
usted?
Sonrió con amargura
una vez más. Tendió entonces su mano grande hacia la mía y la
agarró con fuerza. Estaba caliente. Habló sin soltarme.
-Porque yo ya no
necesito un futuro, hija; yo ya he quemado todas mis naves. Y no me
hables de usted, hazme el favor. Yo ya he cumplido mi ciclo, tal
vez un poco antes de tiempo, ciertamente, pero ya no tengo ni ganas
ni fuerzas para pelear por una vida nueva. Cuando uno emprende un
cambio así, debe hacerlo con sueños y esperanzas, con ilusiones.
Irse sin ellos es sólo escapar, y yo no tengo intención de huir a
ningún sitio; prefiero quedarme aquí y enfrentarme de cara a lo que
venga. Pero tú sí, Sira, tú eres joven, tendrás que formar una
familia, sacarla adelante. Y España se está volviendo un mal sitio.
Así que ésta es mi recomendación de padre y de amigo: márchate.
Llévate a tu madre contigo, que vea crecer a sus nietos. Y cuídala
como yo no fui capaz de hacerlo, prométemelo.
Mantuvo los ojos
fijos en los míos hasta que percibió un movimiento afirmativo. No
sabía en qué manera esperaba él que yo cuidara de mi madre, pero no
me atreví a hacer otra cosa más que asentir.
-Bueno, pues con esto
creo que hemos terminado -anunció.
Se levantó entonces y
nosotras le imitamos.
-Recoge tus cosas
-dijo. Obedecí. Todo cupo en mi bolso excepto el estuche de mayor
tamaño y los sobres del dinero.
-Y ahora déjame que
te abrace por primera y seguramente última vez. Dudo mucho que
volvamos a vernos.
Envolvió mi cuerpo
delgado en su corpulencia y me estrechó con fuerza; después tomó mi
cara entre sus manos grandes y me besó en la frente.
-Eres igual de
preciosa que tu madre. Suerte en la vida, hija mía. Que Dios te
bendiga.
Quise decir algo como
respuesta, pero no pude. Los sonidos quedaron atascados en un
barullo de flemas y palabras a la altura de la garganta; las
lágrimas se me amontonaron en los ojos, y sólo fui capaz de darme
la vuelta y salir al pasillo en busca de la salida, a trompicones,
con la vista nublada y un pellizco de pena negra agarrado a las
tripas.
Esperé a mi madre en
el rellano de la escalera. La puerta de la calle había quedado
entreabierta y la vi salir observada por la figura siniestra de
Servanda en la distancia. Tenía las mejillas encendidas y los ojos
vidriosos, su rostro por fin transpiraba emoción. No presencié lo
que mis padres hicieron y se dijeron en aquellos escasos cinco
minutos, pero siempre creí que se abrazaron también y se dijeron
para siempre adiós.
Descendimos tal como
habíamos emprendido el ascenso: mi madre delante, yo detrás. En
silencio. Con las joyas, los documentos y las fotografías en el
bolso, los treinta mil duros aferrados bajo el brazo y el ruido de
los tacones martilleando sobre el mármol de los escalones. Al
llegar a la entreplanta no pude contenerme: la agarré por el brazo
y la obligué a detenerse y a girarse. Mi cara quedó frente a su
cara, mi voz fue apenas un susurro aterrorizado.
-¿De verdad van a
matarle, madre?
-Yo qué sé, hija, yo
qué sé…